La idea de futuro ha estado asociada durante muchos años a un concepto de limpieza, de asepsia, de frialdad. Precisamente su lejanía venía dada porque el mundo presente siempre tendemos a verlo sucio, contaminado y desagradable.
“2001, una Odisea en el espacio”, filmada en por Stanley Kubrick en 1968, nos proponía un horizonte temporal en donde las naves espaciales eran inmaculadamente blancas, aunque llenas de cacharros sofisticados, que, con nuestros ojos actuales, nos parecen extraídos de una tienda de todo a 3 pesos o ya muy volados todo a un dolar. Ese concepto estético supuestamente futurista era exactamente lo contrario: una proyección más o menos ingenua e inconsciente del propio concepto de modernidad que a finales de los años sesenta se tenía. No hacía falta más que echarles un vistazo a las casas de la burguesía más “chic” que parecían inspiradas, en ese modelo espacial.
En eso también hemos cambiado mucho. En otra película más tardía de Ridley Scott, “Blade Runner”, se desmontaba esa imagen de futuro como una estética de quirófano de hospital de lujo y se proyectaba la realidad de ese momento dibujando, por el contrario, un mundo contaminado, lleno de mugre y de pobreza, en donde mendigos, prostitutas e inmigrantes de todas las razas y colores, circulaban por calles peligrosas en donde coexistían artefactos de gran precisión con chinos vendiendo hot dogs aceitosos y humeantes. Toda una metáfora del Times Square de Nueva York en ese mismo instante.
Pero, en ese avance hacia la realidad, pocas cosas hay tan demoledoras y convincentes como la realidad misma, que supera en esto también, y con creces, a la ficción.
Atrás quedaron los momentos épicos en los que el hombre pisaba la luna como si de un Cristóbal Colón moderno se tratara. Con Neil Armonstrong, en realidad éramos nosotros los que nos imaginábamos en la plácida atmósfera del Mar de la Tranquilidad, porque esa soledad espacial conectaba de una manera romántica y estilizada con la soledad de los castigos o la de las tediosas tardes de algunos domingos en donde una raza de zombies circulaban por las ciudades escuchando a través de sus transistores el incesante cansado y repetitivo grito de gol del “perro Bermúdez ”. Desde entonces son artefactos, máquinas polimorfas, robots inverosímiles, a cada cual más feo e impersonal, los que se posan en nuestro nombre en la superficie de los planetas, los que persiguen la cola de los cometas y los que fotografían las estrellas lejanas. Qué horrorosos son todos estos trozos de metal que saturan los espacios interestelares llenándolos de una basura espacial peligrosa y contaminante. Por lo visto, la mierda es nuestra embajadora por los espacios siderales. Los seres humanos parecemos los inventores de la basura mediática de la televisión, de la basura material de las tiendas departamentales, y la basura espacial que esparcimos por los confines del universo. Somos unos estúpidos. A veces pienso que si los extraterrestres tienen algo de gusto, deben pensar con razón que el nuestro es lamentable.
Y qué diferente la magnífica imagen de aquellos astronautas de “
No sé qué prefiero, la verdad. La estilización deshumanizada me adormece. “2001 Odisea en el espacio” me produce un sueño invencible.
Por el contrario, lo trivial en estado puro, me espanta y me impide conciliar el sueño.