Cada tarde, a la hora del crepúsculo, se sentaba en aquella mesa apartada del viejo café. Le gustaba aquel lugar oscuro pero no lúgubre, de cuyas paredes colgaban reproducciones de magníficos cuadros que siempre había admirado: El Jardín de las Delicias del Bosco, La Persistencia de la Memoria de Dalí, El perro de Goya, y al fondo, como guardando con su mirada a todos los demás, aquel magnífico dibujo: El Hombre de Vitrubio de Leonardo da Vinci.
Desde su mesa podía contemplarlos con calma, pasear su mirada lentamente por ellos, detenerse en cada detalle y hasta imaginar a los artistas en plena obra. Le gustaba, además, la música que sonaba siempre en aquel local: parecía reflejar la personalidad de sus variados clientes habituales. En ese momento sonaba al fondo Wagner, su música favorita. Alguien parecía haber leído en su pensamiento, en algún lugar recóndito de su interior.
Se fijó entonces en el solitario ocupante de otra de las mesas: le llamó la atención la pasión con la que parecía estar leyendo, como si sus ojos devoraran el libro que estaba entre sus manos. De vez en cuando, su rostro se relajaba y un asomo de sonrisa se colgaba de sus labios y de sus ojos. Levantaba entonces la mirada del libro y la paseaba por el local, deteniéndose apenas un instante en el rostro de cada uno de los escasos seres que lo poblaban en aquel momento. A continuación, el hombre cogía un pequeño lápiz que reposaba sobre su mesa y tomaba unas notas apresuradas en un block de espiral diminuto. Después regresaba a su lectura frunciendo el ceño durante largos minutos hasta que de nuevo comenzaba la liturgia de su sonrisa.
Su mesa estaba suficientemente cerca como para poder observarle con detalle. Se fijó entonces en sus manos de dedos largos, de movimiento elegante y firme. En ese instante él levantó la vista y pudo ver sus ojos llenos de vida, una mirada penetrante y valiente, sincera. Recordó entonces algo que había leído en cierta ocasión: “Nada es más difícil que aprender a mirar a alguien, a ser mirado de cerca por otro”. Se dio cuenta de lo fácil que le resultaba mantener aquella mirada, compartirla.
A la mirada le siguió la voz, una voz enérgica y cargada de ternura, con un deje melancólico y burlón al tiempo, una voz que parecía nacida para decir sólo palabras imprescindibles.
Hola, soy -, y no pudo acabar su frase porque ella, mirándole a los ojos, posó suavemente los dedos sobre sus labios y le dijo: No digas nada, sé quien eres, lo he sabido siempre. Eres quien yo espero.