Cuando entró en la habitación sintió frío, dentro y fuera de su cuerpo, como si una nube de tormenta se hubiera instalado en su piel y en su corazón. No quiso hacerle caso y se acercó al radiador de la calefacción, subió el mando hasta el máximo y se sentó en la cama. Con amoroso cuidado sacó su libreta del bolso y su pluma favorita, recordando la promesa que le había hecho a Ernesto de escribir algo para él en este viaje.
Una hora después la página de la libreta seguía en blanco mientras ella sonreía. Allí estaba, recordando los hermosos regalos envueltos en palabras que se habían enviado el uno al otro en los últimos meses, los cercanos abrazos que desde la distancia exterior habían traspasado caminos estelares hasta llegar a sus corazones, las caricias que, lejos de quedarse en la superficie, habían conseguido instalarse en sus almas y provocar en su interior una ternura infinita.
Sus ojos, los de los dos, eran y son oscuros como la noche, con una especial belleza. Son ojos llenos de vida y, por tanto, plagados de sueños imposibles, de batallas perdidas que merecerían ser ganadas, de sonrisas abiertas y francas, y de una melancolía que permanece en ellos ya para siempre.
Seguramente compartieron calles, lugares, pensamientos, sueños, mucho antes de saber que se conocían, que ya habían compartido algún lugar en sus corazones, en alguna otra vida, en algún otro plano de la realidad, en algún otro universo. Seguramente sus sueños habitaron lugares comunes, sus soledades compartieron ausencias, sus lágrimas lloraron el mismo dolor.
Nacieron el mismo año, son fruto probablemente de la misma distancia insalvable que aúna los cuerpos y procrea soledades. Ambos supieron con la primera bocanada de aire que su estirpe terminaba allí, en ese mismo instante aislado de todo tiempo, de todo sentido, en ese mismo instante en que, una vez más, nacían a este mundo. La piel de él se vistió de oscuro al nacer; la de ella adornó su blancura con estrellas del color de la miel.
Sus sonrisas, las de los dos, no son un gesto, una respuesta automática, sino un sentimiento, una expresión nacida desde ese interior que tanto sabe de luchas y tristezas, de aprender tras la ventana de las lágrimas calladas. Sus sonrisas son francas, alegres, sensatas, con ese deje de melancolía que demuestra que saben que vivir no es ni mucho menos lo mejor que puede ocurrirnos a los seres humanos.
Sonreía mientras volaba sobre cumbres nevadas y nubes que le recordaban el algodón de azúcar de su infancia. Y supo que en cuanto llegara le contaría a Ernesto todo lo que no había escrito en su libreta, todo lo que llenó su corazón mientras le recordaba, todas las palabras que una vez más rodearon su abrazo.