Ese Hombre De La Foto
Alguien en su interior -¿fue una voz, fue un duende?-, le advirtió que estaba llegando al límite del precipicio, y hoy se ha cumplido el aviso. Fue hace un momento. Este hombre comprendió que ya volaba, en caída libre, hacia ningún sitio.
Atrás quedaron imágenes. Una familia, tres hijos pequeños, que desaparecieron de su corazón y de su vida de pronto. ¿De pronto? No, de pronto no pasan las cosas. Vienen arrastradas lentamente, pero somos nosotros los que advertimos su peso en un segundo de lucidez. Aquellos niños eran su vida, y los perdió. Pero también perdió -¿cuándo ocurrió eso, antes o después de perderlos a ellos?-, la conciencia de su propia corporeidad, de su propia realidad, el dibujo exacto que comienza a esbozar siempre una identificación por modesto y arrugado que esté. De la dignidad no hablemos. Ese lujo pertenece a otra vida, antes del alcohol, antes de la soledad de las frías noches pasadas a la intemperie, buscando que el calor de esa tubería que tanto conoce le impide congelarse.
Como esta historia hay muchas, sin duda, pero yo conozco ésta y es de la única de la que puedo hablar. Pasó de ser un hombre normal a una ruina humana. Vive solo y olvidado de todos. Ha visto morir recientemente a otros que, como él, lo perdieron todo. Salvajes urbanos de extrema derecha le han golpeado en tantas ocasiones que la memoria de los golpes se entremezcla con la de las caras de esos niños perdidos. Sus ojos parecen ver hacia dentro, porque cuando alguien cruza por delante retroceden para no caer en el peligro de reconocerlo.
Yo lo vi hace años en el parque, paseando a tres niños pequeños, uno en un extraño carrito desvencijado, que fue pasando de unos a otros. Si hubiera nacido un cuarto, también desde él le hubieran sorprendido las primeras luces, los primeros contornos de las cosas. Ese coche ha sido una escuela con ruedas. Una mujer diminuta completaba el cuadro de una familia inverosímil, absurda, ridícula, que provocaba la risa general a su paso. La foto se rasgó y él se quedó deambulando por las calles.
Yo le he visto llorar cuando el alcohol le deja. Lágrimas terribles, acompañadas de sonoros jadeos, venidos de las peores regiones del espanto. Cuando Manuel llora se oyen a lo lejos manadas de dinosaurios, que pueden estar muriendo o copulando. Aparece entonces una expresión humana, de infinito dolor y desvalimiento. Es un paso fugaz por una lucidez dolorosa, que dura poco y que debe ser terrible para este hombre, habitualmente desposeído por los recuerdos.
En algunas noches de invierno me acordé de él, salí al balcón y procuré buscar su silueta en la lejanía. Nunca lo he visto, pero siempre lo intuí entre la neblina. Sabe confundirse con los bancos de los parques, las paredes de los edificios, sabe abrir las oficinas bancarias y cobijarse en los cajeros. Sabe conservar la vida, por tanto, para seguir arrastrando esa soledad que a todos nos lacera y con la que él convive.
Pronto lo matará el frío, el alcohol, o algún malnacido, que con tal de quitarle lo poco que le ha quedado, habrá de golpearlo crudamente hasta que el muera. Le quedan horas contadas, días contados, meses contados: el invierno es un buen momento para que estos tres ejércitos enemigos actúen en silencio, de manera coordinada, para destrozar la última foto que le queda en los bolsillos: es él mismo, apoyado contra la pared, con las manos en la cara, llorando desconsoladamente como lo haría una manada de dinosaurios.
Como esta historia hay muchas, sin duda, pero yo conozco ésta y es de la única de la que puedo hablar. Pasó de ser un hombre normal a una ruina humana. Vive solo y olvidado de todos. Ha visto morir recientemente a otros que, como él, lo perdieron todo. Salvajes urbanos de extrema derecha le han golpeado en tantas ocasiones que la memoria de los golpes se entremezcla con la de las caras de esos niños perdidos. Sus ojos parecen ver hacia dentro, porque cuando alguien cruza por delante retroceden para no caer en el peligro de reconocerlo.
Yo lo vi hace años en el parque, paseando a tres niños pequeños, uno en un extraño carrito desvencijado, que fue pasando de unos a otros. Si hubiera nacido un cuarto, también desde él le hubieran sorprendido las primeras luces, los primeros contornos de las cosas. Ese coche ha sido una escuela con ruedas. Una mujer diminuta completaba el cuadro de una familia inverosímil, absurda, ridícula, que provocaba la risa general a su paso. La foto se rasgó y él se quedó deambulando por las calles.
Yo le he visto llorar cuando el alcohol le deja. Lágrimas terribles, acompañadas de sonoros jadeos, venidos de las peores regiones del espanto. Cuando Manuel llora se oyen a lo lejos manadas de dinosaurios, que pueden estar muriendo o copulando. Aparece entonces una expresión humana, de infinito dolor y desvalimiento. Es un paso fugaz por una lucidez dolorosa, que dura poco y que debe ser terrible para este hombre, habitualmente desposeído por los recuerdos.
En algunas noches de invierno me acordé de él, salí al balcón y procuré buscar su silueta en la lejanía. Nunca lo he visto, pero siempre lo intuí entre la neblina. Sabe confundirse con los bancos de los parques, las paredes de los edificios, sabe abrir las oficinas bancarias y cobijarse en los cajeros. Sabe conservar la vida, por tanto, para seguir arrastrando esa soledad que a todos nos lacera y con la que él convive.
Pronto lo matará el frío, el alcohol, o algún malnacido, que con tal de quitarle lo poco que le ha quedado, habrá de golpearlo crudamente hasta que el muera. Le quedan horas contadas, días contados, meses contados: el invierno es un buen momento para que estos tres ejércitos enemigos actúen en silencio, de manera coordinada, para destrozar la última foto que le queda en los bolsillos: es él mismo, apoyado contra la pared, con las manos en la cara, llorando desconsoladamente como lo haría una manada de dinosaurios.