Como muchos, echo la vista atrás (algo que, según ellos, es bueno a veces…) y me encuentro solo, pero felizmente solo. Cuántas noches echando de menos a alguien, a “alguienes” de los que ya ni recuerdo el nombre, ni la cara, ni nada. Energía inútilmente gastada. En el mejor de los casos, una ráfaga de ojos, un olor, el lejano murmullo de una voz cálida y querida. Sin embargo, queda fría, amarga, lamentablemente triste la soledad que nace precisamente de no querer estar solo.
Esa soledad es la que siente un novio al que le acaba de dejar su novia, un marido al que le han puesto los cuernos, una madre que ha perdido a su hijo en unas maniobras de guerra. Es una soledad imposible de olvidar y de rellenar con otras presencias, aunque esas presencias acaban siendo decisivas para superar sus efectos destructivos de las ausencias.
Hay otra soledad: la de los camiones, los trenes, los viajes. Es una soledad con truco, porque al final sabes que te esperan las personas y los paisajes que amas. El desarraigo es, por tanto, provisional, y muchas veces he obtenido placer al sentirme lejos sabiendo que soy esperado en casa, en mi casa, en alguna casa. Yo, que no sé aprender y que, como dice también de sí mismo mi querido amigo Jaime, tampoco sé pensar, balbuceo pensamientos de manera involuntaria pero con una pasmosa facilidad en estaciones de metro mientras paseo la mirada distraídamente por viajeros, situaciones, facciones hermosas.
Y hay una tercera soledad a la que me he pasado la vida temiendo. Mi vida ha ido solapando con demasiada frecuencia mis relaciones personales, tal vez como síntoma de un horror al vacío que me parece ridículo y sin fundamento real. Creo que precisamente ahora me costaría un enorme esfuerzo compartir mis peculiares costumbres, mi tendencia a escuchar la música a todo volumen en mitad de la noche, a compartir lo que ahora mismo estoy escribiendo. Me siento una persona solitaria, en mitad del estruendo de una ciudad que será siempre la mía, y de unas personas, cercanas y lejanas, por las que daría algo más que la vida.
Me gusta mucho esta especie de soledad acompañada de la que llevo huyendo torpemente toda la vida, a pesar de unos riesgos que siempre me he empeñado a sobredimensionar de una manera un tanto cobarde.
Esa soledad es la que siente un novio al que le acaba de dejar su novia, un marido al que le han puesto los cuernos, una madre que ha perdido a su hijo en unas maniobras de guerra. Es una soledad imposible de olvidar y de rellenar con otras presencias, aunque esas presencias acaban siendo decisivas para superar sus efectos destructivos de las ausencias.
Hay otra soledad: la de los camiones, los trenes, los viajes. Es una soledad con truco, porque al final sabes que te esperan las personas y los paisajes que amas. El desarraigo es, por tanto, provisional, y muchas veces he obtenido placer al sentirme lejos sabiendo que soy esperado en casa, en mi casa, en alguna casa. Yo, que no sé aprender y que, como dice también de sí mismo mi querido amigo Jaime, tampoco sé pensar, balbuceo pensamientos de manera involuntaria pero con una pasmosa facilidad en estaciones de metro mientras paseo la mirada distraídamente por viajeros, situaciones, facciones hermosas.
Y hay una tercera soledad a la que me he pasado la vida temiendo. Mi vida ha ido solapando con demasiada frecuencia mis relaciones personales, tal vez como síntoma de un horror al vacío que me parece ridículo y sin fundamento real. Creo que precisamente ahora me costaría un enorme esfuerzo compartir mis peculiares costumbres, mi tendencia a escuchar la música a todo volumen en mitad de la noche, a compartir lo que ahora mismo estoy escribiendo. Me siento una persona solitaria, en mitad del estruendo de una ciudad que será siempre la mía, y de unas personas, cercanas y lejanas, por las que daría algo más que la vida.
Me gusta mucho esta especie de soledad acompañada de la que llevo huyendo torpemente toda la vida, a pesar de unos riesgos que siempre me he empeñado a sobredimensionar de una manera un tanto cobarde.