jueves, 5 de julio de 2007

Soledades. Marilyn Monroe



Qué soledad la tuya, Marilyn Monroe...

Qué soledad entre tanto lujo estéril, entre tanta admiración general. Qué vida precipitada trágicamente al ingrato precipicio a través del largo pasaje de una muerte casi anunciada, sin más ventilación que las pantallas de los cines, más luz que la de los flashes de los fotógrafos, y más libertad que la que se vive en medio de cientos de bárbaros admiradores, entre los que yo hubiera estado, esperando verte aparecer en la puerta de los lujosos hoteles de Nueva York.

Esa mirada triste es como el mensaje que tu alma lanzaba al mundo y que nadie acertaba a ver, todos cegados, a su vez, con tu propia luz ahogada. Debajo de tu éxito estabas tú, y eras su principal víctima.

Ay, Marilyn, después de muerta, lamentablemente muerta, seguimos buscando razones y culpables, cuando la principal de todas estaba tan clara entonces y sigue cristalina ahora: te quitaste la vida porque el grado de soledad al que habías llegado era superior a lo que tu alma enferma fue capaz de superar. Soledad acompañada, soledad mal acompañada.

Quienes te quisieron, te querían. Tu final parecía escrito por los tranquilizantes y los somníferos que te hacían dormir para olvidarte de quién creías que eras, quién se decía que eras, y quién habías llegado a ser verdaderamente.

Tus amigos se inventaron una Marilyn que nunca fuiste. Te quisieron convertir en esa otra actriz que soñaban que podrías ser, mucho peor, sin duda, de la que tus virtudes naturales ya mostraban. No supieron ver lo evidente: el prodigioso carácter de tu mirada, los pliegues de un talento que no se aprende a fuerza de recibir clases magistrales y leer libros repletos de recetas de cocina dramática.


Te fuiste, Marilyn. Pero tus ojos, el revoloteo sensual de tu falda en mitad de las calles, y ese rostro repetido por Warhol decenas de veces, han sido escuela de poesía erótica, urbana y cinematográfica, capítulo obligatorio de mi educación sentimental, imagen que pasará por mi cabeza en ese momento final en que nuestras vidas dicen que son como un corto en donde lo importante aparece muy resumido, pero aparece.

Te fuiste y nos dejaste ese extraño regusto de impotencia. Ahora pienso que te asesinamos un poco entre todos.

Si es así, no hemos pagado aún nuestra penitencia. Apagando tus ojos, nos privamos de verte envejecer dulcemente, de contemplar como recorre etapas el brillo de la más hermosa y la más triste de todas las miradas posibles.

Es decir, nos hemos perdido el mejor espectáculo: el milagro de la transformación de la belleza hacia su ocaso.